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Un oso en la cueva
lunes, septiembre 02, 2002
 
En la sauna...

Nada más llegar esa tarde a la sauna, en el mismo vestuario, me sucedió algo que siempre había leído en los relatos de sauna, pero que a mí, ya veis, nunca me había ocurrido antes. Estaba desnudándose un tío, un tiazo de hecho: como de unos cincuenta, peludete, algo gordillo, pero fuerte, muy sexy, por todos los lados que lo miraba. Y lo miraba mucho (cosa rara en mí que siempre me quedo mirando al infinito en el fondo de mi taquilla en esos momentos). Bueno, él se debió de dar cuenta, porque no paraba de mirar cómo me desnudaba. O quizá comenzó él a mirarme. Da igual... ahí mismo, con más gente, ya nos estábamos comiendo con los ojos.

Fue justo ir hacia la ducha, entrar hacia lo oscuro (quiero decir, el baño turco) y chocarnos los dos de manera desenfrenada, sin decir nada. Otras manos y otras lenguas, también otras pollas, se iban juntando, pero nos daba igual porque el abrazo nuestro nos hacía inseparables. Fue él quien comentó a mi oído: "¿vamos a una cabina?". Creo que llegué a comentarle: "ya estabas tardando en decirlo...". Allí nos fuimos.

Para variar, casi todas las cabinas estaban ocupadas. Y la que pillamos vacía, tenía una corrida -enorme- sobre la colchoneta. Le dimos la vuelta y allí caímos, entrelazados, comiéndonos con la lengua y con las manos, haciendo de los pies, las piernas y todo nuestro cuerpo más extensiones sensibles -muy sensibles- al tacto. Le comí la boca, la barbilla, las orejas, el cuello. Le mastiqué los pezones mientras él me iba haciendo lo mismo. Mi polla estaba tiesa -como siempre se pone en circunstancias así. La suya no menos. Las manos jugaban a seguir acariciando, pellizcando, dando palmetadas en el culo, agarrando la polla y machacándola poco a poco. Es difícil describir todo esto paso a paso, porque no había pasos, sino un continuo de lamer, besar, chupar, agarrar, movernos como contorsionistas (y eso que los dos estamos fondoncillos).

Nos comimos las pollas, el culo. Jugamos con nuestros dedos en todos los orificios. Y follamos, el uno sobre el otro, el otro sobre el uno. A un lado, a cuatro patas... joder, no sé bien cuánto tiempo pasó, pero fue muy intenso. Por supuesto nos decíamos cosas, aparte de jadear y bramar como dos bestias en celo (lo que éramos). Me contó, entre jadeos, cómo me había fichado nada más entrar. Como yo. Resultó que nos conocíamos, además. No de follar antes, sino de chatear, del canal, de hablar intrascendentemente, pasarnos las estadísticas y desear vivir en la misma ciudad (en la que ahora estábamos, yo andaba de viaje) y encontrarnos. Nos deseábamos y todo lo que decíamos nos ponía más cachondos.

En una de esos momentos en que íbamos cambiando de postura, y diciéndonos cosas, le tumbé boca arriba en la camilla y me senté de golpe en su polla. Hasta el fondo, que me hizo sentir completamente lleno de él. Y conservando todo el control, apretándole con mi esfínter mientras subía y bajaba por la verga. Le machacaba los pezones, y él supo que quería que me hiciera lo mismo a mí. (Siempre pasa, en la forma con que te agarra la polla y te la machaca sabes cómo le gusta a él; por donde pasa su lengua será donde más placer encuentre él al pasarle tú la tuya... siempre es así, y lo más maravilloso es poder ir conjugando los ritmos y las caricias para conseguir que los dos lleguemos al orgasmo, algo que requiere esa compenetración maravillosa que sólo dos hombres juntos y follando consiguen... a veces!). Ahí estábamos, a punto de corrernos, cuando él decidió cambiar de postura y poner su culo para mí.

Se la clavé. Un temblor recorrió su cuerpo, y me pasó el escalofrío a mí, tan conectado a él en ese momento. Empecé a bombear, temiendo que la erección me bajara (estaba apretando mucho el esfínter y yo me desinflo rápidamente en esas situaciones). Pero mantuve el tipo. No es que lo quisiera hacer por no quedar mal, es que realmente no tenía otra opción. Los movimientos conjuntados nos lanzaban un poco por toda la estrecha cabina. Y sabíamos que estábamos dando la nota, que se tenía que oir todo. Y muy alto, pero nos daba igual, porque sólo existíamos como ese entorno de dos cuerpos unidos por el sexo.

Acerté a agarrar su polla en el momento en que se iba a correr, y controlé, sin piedad, apretando y soltando, empujando hacia delante y detrás su carne, su corrida. El gemía y yo no podía hacer menos, porque el esfínter no paraba de apretar y soltarme, en un ritmo frenético que casi me hizo correrme dentro. Pero él acabó un poco antes, y cayó de espaldas sobre la camilla, justo el tiempo suficiente para que yo me acabara de dar dos manotazos a la polla y me corriera sobre esa peluda barriga, llegando a las tetorras y el pecho muy uniformemente cubierto de pelo.

Después del éxtasis, vino esa calma en la que nos apetecía acariciarnos, contarnos más cosas, darnos cuenta de que, en ese momento, estábamos terriblemente enamorados el uno del otro. Y, mientras el tiempo pasaba, la pasión volvía a apoderarse de nosotros. Hubo una segunda ronda, y habríamos tenido más, pero entre unas cosas y otras se había hecho muy tarde, y los dos teníamos que irnos, él a su casa, con su mujer e hijos, yo a las obligaciones que me habían llevado a su ciudad.

No ví nada más de la sauna (esa primera vez). Pero mereció la pena. Aún hoy me acuerdo de aquel polvazo hace ya más de tres años. Y se me sigue poniendo tiesa. Ya se sabe, cosas de las saunas.
 

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Comentarios, historias y desventuras de un oso - un oso es un hombre gay a veces peludo, otras fornido o gordo, un maricón nada preocupado por parecerse al chico danone, más bien todo lo contrario

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